JUICIO POR UNA MASACRE / La opinión / A SANGRE FRIA
El fracaso de los rudos
DAVID GISTAU
En Gruñidos imperiales, su crónica sobre el terreno de la guerra americana contra el terror, Robert Kaplan dedica a las fuerzas especiales estacionadas en las últimas fronteras una famosa frase de Orwell: «La gente duerme tranquila sólo porque hay hombres rudos dispuestos a ejercer la violencia por ella». Si algo ha demostrado el juicio es que los hombres rudos que han de velar nuestro sueño -los manolones, los Víctor-ajá, los mandos que destruyen informes y escurren el bulto de las negligencias- son como para abocarnos a todos al insomnio. La incompetencia de estos vigilantes del muro es tal que incluso permite a un abogado apasionado en la defensa de Rafá Zouhier descolgarse con la idea exagerada de que con quien está «en deuda la sociedad» es con un delincuente profesional y fiestero cuyas informaciones no atendidas podrían haber salvado vidas. Al tribunal corresponde decidir en su sentencia hasta qué punto, atrapado en 2003 entre las Fuerzas de Seguridad y los gangs de Asturias y Lavapiés, Zouhier practicó con los explosivos un doble juego de trilero para intentar engañarlos a todos, hasta que sus ardides le explotaron en las manos como el detonador. Pero la grabación de su conversación con el indolente Víctor-ajá -ésa que se olvidaron de destruir como el informe- demuestra que, de no haber fallado por pura suerte el atentado de Mocejón, ahora estaríamos lamentando una segunda tragedia de la que Zouhier podría decir lo mismo que sobre el 11-M: que él avisó, que no se le hizo caso y que ahora interesa condenarlo como autor o «cooperador necesario» para tapar con 40.000 años todos los errores cometidos por esos hombres rudos que luego fueron ascendidos para completar la ocultación de su fracaso.
En esto se basó el alegato de Antonio Alberca, expuesto en con ese estilo temperamental y atropellado, empapado en todo caso de fe, que caracteriza al abogado. Hasta le sonó el móvil, como en Tómbola, y cargó con tan escaso cuidado de la retaguardia que cometió el desliz de desguarnecer a su cliente en otro proceso por atraco de una joyería mediante alunizaje que todavía está pendiente: «Bueno, no lo hizo, tan sólo pasaba por ahí», trató de excusarse como un niño pillado cuando robaba galletas, y entonces incluso a Zouhier se le colgó una sonrisa en la comisura de los labios.
Para introducir el tópico novelesco de Cherchez la femme, tanto Alberca como el defensor de Almallah Dabas atribuyeron los entuertos de sus clientes a la venganza de una mujer despechada. Y lo hicieron con una frase idéntica que se tomaron prestada el uno al otro: «No hay fuerza más destructora para un hombre que una mujer». Sobre Almallah, un sátiro que lanza desde el habitáculo piropos de andamio y al que comprometió el testimonio de una ex burlada y maltratada a la que se trajo de Marruecos, se trataría de alegar que la culpa de su situación no la tiene el yihadismo, sino el caos de una vida sentimental en la que no cesarían de transitar amores cargados de deseos de venganza. La culpa, por tanto, fue del cha-cha-chá, como cantaba Gabinete.
El fracaso de los rudos
DAVID GISTAU
En Gruñidos imperiales, su crónica sobre el terreno de la guerra americana contra el terror, Robert Kaplan dedica a las fuerzas especiales estacionadas en las últimas fronteras una famosa frase de Orwell: «La gente duerme tranquila sólo porque hay hombres rudos dispuestos a ejercer la violencia por ella». Si algo ha demostrado el juicio es que los hombres rudos que han de velar nuestro sueño -los manolones, los Víctor-ajá, los mandos que destruyen informes y escurren el bulto de las negligencias- son como para abocarnos a todos al insomnio. La incompetencia de estos vigilantes del muro es tal que incluso permite a un abogado apasionado en la defensa de Rafá Zouhier descolgarse con la idea exagerada de que con quien está «en deuda la sociedad» es con un delincuente profesional y fiestero cuyas informaciones no atendidas podrían haber salvado vidas. Al tribunal corresponde decidir en su sentencia hasta qué punto, atrapado en 2003 entre las Fuerzas de Seguridad y los gangs de Asturias y Lavapiés, Zouhier practicó con los explosivos un doble juego de trilero para intentar engañarlos a todos, hasta que sus ardides le explotaron en las manos como el detonador. Pero la grabación de su conversación con el indolente Víctor-ajá -ésa que se olvidaron de destruir como el informe- demuestra que, de no haber fallado por pura suerte el atentado de Mocejón, ahora estaríamos lamentando una segunda tragedia de la que Zouhier podría decir lo mismo que sobre el 11-M: que él avisó, que no se le hizo caso y que ahora interesa condenarlo como autor o «cooperador necesario» para tapar con 40.000 años todos los errores cometidos por esos hombres rudos que luego fueron ascendidos para completar la ocultación de su fracaso.
En esto se basó el alegato de Antonio Alberca, expuesto en con ese estilo temperamental y atropellado, empapado en todo caso de fe, que caracteriza al abogado. Hasta le sonó el móvil, como en Tómbola, y cargó con tan escaso cuidado de la retaguardia que cometió el desliz de desguarnecer a su cliente en otro proceso por atraco de una joyería mediante alunizaje que todavía está pendiente: «Bueno, no lo hizo, tan sólo pasaba por ahí», trató de excusarse como un niño pillado cuando robaba galletas, y entonces incluso a Zouhier se le colgó una sonrisa en la comisura de los labios.
Para introducir el tópico novelesco de Cherchez la femme, tanto Alberca como el defensor de Almallah Dabas atribuyeron los entuertos de sus clientes a la venganza de una mujer despechada. Y lo hicieron con una frase idéntica que se tomaron prestada el uno al otro: «No hay fuerza más destructora para un hombre que una mujer». Sobre Almallah, un sátiro que lanza desde el habitáculo piropos de andamio y al que comprometió el testimonio de una ex burlada y maltratada a la que se trajo de Marruecos, se trataría de alegar que la culpa de su situación no la tiene el yihadismo, sino el caos de una vida sentimental en la que no cesarían de transitar amores cargados de deseos de venganza. La culpa, por tanto, fue del cha-cha-chá, como cantaba Gabinete.
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